¿Sentimos peso al sentirnos culpables? Quizás de ahí venga la expresión española del “cargo de conciencia”. Es carga. Una carga que nos asfixia, nos ahoga y a veces nos hunde. Una carga de la que queremos librarnos. Con la que somos capaces de hacer cualquier cosa para no sentirla. Creo que en términos generales, como humanos huimos de sentirla. Y somos capaces de hacer casi cualquier cosa. Incluso, a veces tratar de colocarla a otro. Lo que sea, con tal de no sentirnos que hemos hecho algo mal. Quizás, aquí esté lo difícil del tema.
Porque, si haces algo mal, entonces ¿Soy MALO? y lo más difícil ¿Me van a querer si descubren que soy malo?
¿De dónde viene ese sentirnos malos en nuestro interior? y, si no soy capaz de sentirme culpable ¿me puedo responsabilizar de mis hechos? ¿Puedo ver al otro? ¿Puedo empatizar con él o ella?
Parece que sentirnos culpables por tanto, es necesario y sano, siempre que nos hemos equivocado y nuestros hechos hayan podido herir al otro o los otros. Y puede dar miedo, ya que a veces es fácil que anticipemos que ante un error que hemos cometido donde hemos podido hacer daño a otro, esa persona o personas, nos van a dejar de querer. Y eso, es algo doloroso. Mucho.
Por suerte para nosotros, la humanidad creó el perdón. Esa herramienta profundamente reparadora para el otro cuando se pide desde la verdad. Desde el arrepentimiento y quizás con la consciencia puesta en reparar, en “hacer de forma diferente” la próxima vez. Solo hay un problemilla… Y es que… Somos humanos. Y a veces se nos olvida esta parte. Y volvemos a fallar. Siendo esta situación la que más miedo nos da. La que en nuestro cerebro, abre la posibilidad a que, esta vez sí, el otro nos deje de querer. Y solo nos queda confiar. Confiar en el otro, en los otros, en la empatía de ellos que a veces a nosotros nos ha faltado. Y es ahí, creo que justo ahí, cuando el mundo nos da la oportunidad inspiradora de querer aproximarnos a ellos. De querer seguir trabajando en la empatía. De querer seguir formando parte de ellos. Con ellos. A su misma altura. Ni más arriba, ni más abajo.
Quizás, cuando podemos identificar nuestras propias luces y sobretodo sombras, y podemos aceptarlas, mostrarlas al mundo, sin máscaras, sin protección; Quizás ahí, es precisamente el momento de mayor conexión y empatía con el otro. Quizás es ahí donde vemos al otro en su “completitud” porque empezamos a vernos nosotros en la nuestra. Y es entonces, cuando tambien quizás podamos vernos reflejados en el otro. Sintiendo, que en esencia, todos somos uno.
¿Por qué no podemos permanentemente vivir en ese lugar? Ese sitio desde el cual podemos todos hacer el mundo algo mejor.
Lo difícil de sentir culpa sana
¿Cuánto de desgarrador tiene la culpa? ¿Sentimos peso al sentirnos culpables? Quizás de ahí venga la expresión española del “cargo de conciencia”. Es una carga que nos asfixia, nos ahoga y, a veces, nos hunde y nos rompe. Una carga de la que queremos librarnos cuanto antes. Para no sentirla, somos capaces de hacer casi cualquier cosa. Incluso, a veces, intentamos colocarla en otro. Lo que sea, con tal de no enfrentarnos a esa sensación interna de haber hecho algo mal. Y ahí, en ese punto, suele aparecer una pregunta muy difícil de sostener: “¿Entonces soy malo?”. Y la que viene justo después: “¿Me van a seguir queriendo si descubren eso de mí?”
¿De dónde viene ese sentirnos “malos” en el fondo de nuestro interior? ¿Cómo vamos a responsabilizarnos de nuestras acciones si no somos capaces de sentir culpa? ¿Podemos, sin culpa, empatizar realmente con el otro? Lo cierto es que, aunque nos duela, sentirnos culpables puede ser profundamente sano. Es lo que nos permite reconocer que hemos fallado, que hemos hecho daño, y que eso nos importa. Sentir culpa —cuando viene de la conciencia y no de la autoexigencia— es una forma de sostener el vínculo, porque muestra que todavía queremos estar en relación, que queremos reparar, que nos duele que el otro haya sufrido.
Pero también es verdad que ese reconocimiento da miedo. Porque cuando hemos herido a alguien, solemos anticipar una consecuencia muy dolorosa: que el otro deje de querernos. Y ahí entramos en conflicto. Queremos reparar, pero también queremos protegernos del abandono. Por suerte, los humanos inventamos el perdón. Una herramienta profundamente reparadora, cuando se pide desde la verdad. Desde el arrepentimiento sincero y con intención genuina de hacer las cosas diferente. El problema es que a veces, incluso con la mejor intención… volvemos a fallar. Y esa es, quizás, la situación que más nos asusta. Porque ahí creemos que el amor puede acabarse. Que el otro se canse de comprendernos. Que esta vez sí nos deje de querer.
Y sin embargo, quizás lo único que nos queda, en ese punto, es confiar. Confiar en el otro. Confiar en que su empatía —la que puede que a nosotros nos faltó al principio— también pueda sostenernos. Y desde ahí, dar el paso de aproximarnos de nuevo. No desde el orgullo ni desde el castigo, sino desde el deseo profundo de volver a estar en relación, de seguir formando parte, de mirarnos a la misma altura. Ni por encima. Ni por debajo.
¿Cuántas veces hemos dejado al otro abandonado en su culpa? ¿Cuántas veces hemos podido mirar al otro con compasión? ¿Cuántas veces nuestro dolor y el del otro se chocan en un mismo instante? ¿Cuánto miedo podemos sostener?
Quizás el momento de mayor conexión humana ocurre justo cuando dejamos de proteger nuestras sombras. Cuando podemos vernos con todo lo que somos —luces y heridas— y mostrarnos al otro sin máscara, sin defensa. Porque justo ahí, cuando nos permitimos ser vistos tal como somos, se abre también la posibilidad de ver al otro en su totalidad. Y en ese cruce de miradas honestas, puede surgir algo mayor: el reconocimiento mutuo. El darnos cuenta de que, en el fondo, todos compartimos las mismas luces… y también los mismos miedos.
¿Por qué no habitamos más ese lugar? Ese espacio donde la vulnerabilidad no es debilidad, sino puente. Donde sentir culpa no nos encierra, sino que nos permite estar más cerca. Donde fallar no nos convierte en alguien indigno, sino en alguien humano.
Tal vez, si pudiéramos vivir un poco más desde ahí, podríamos hacer del mundo un lugar más amable. Más reparable. Más humano.
Autor: Adrián Santos